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EMILIO SALGARI

destrozaba las flacas espaldas o los vientres abultados de aquellos salvajes.

—Dejadles que griten a su gusto—dijo el Capitán—. Por ahora no se atreverán a atacarnos. Ocupémonos, pues, en poner el junco a flote, sobrinos míos.

—¿Qué debemos hacer, tío?—preguntaron los dos incansables jóvenes.

—Ante todo, echaremos un ancla a popa para impedir que una ola empuje al junco hacia la playa. Esto no ocurrirá, porque estamos demasiado bien encallados; pero nunca están demás las precauciones.

—Tenemos todavía un ancla—dijo Van-Horn—. Será suficiente para sujetar el barco.

—Luego desplegaremos velas para estar dispuestos a dejar esta bahía apenas estemos a flote.

—Se puede aligerar la nave, Capitán—dijo el piloto—. Tenemos en la estiba más de veinte barriles de agua y quince toneladas de lastre.

—Lo echaremos todo al agua. Que uno de nosotros vigile en el puente, al lado de la lantaca, para que no nos sorprendan los feroces antropófagos.

—Dejaremos a Lu-Hang—dijo Cornelio.

—¿A ése?—exclamó el Capitán arrugando el entrecejo.

—Podéis fiaros de mí, señor—dijo el pescador cayendo de rodillas—. No soy un traidor, os lo juro, y os serviré fielmente.

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