cuando en cuando escuchaba con atención, como si quisiera percibir algún otro rumor que el de las olas al estrellarse en los escollos.
La misma tripulación china parecía inquieta y miraba con desconfianza hacia la costa, como si temiese algún grave peligro.
En pocos minutos el junco, que navegaba ahora con gran velocidad, pues se había levantado un recio brisote del Oeste, dobló la punta peñascosa que el Capitán había indicado, y entró en una gran bahía rodeada de escollos coralíferos, y cuyas márgenes descendían dulcemente hasta el mar.
—¿Es aquí?—preguntaron los dos jóvenes.
—Sí—respondió el Capitán, que en aquel momento tenía puesta toda su atención en el agua de la bahía—. Aquí hay una verdadera fortuna para nosotros y para el armador del junco.
—¿Abunda aquí el trépang?—preguntó el mayor de los dos muchachos.
—Sí, Cornelio: haremos una pesca abundantísima en pocas semanas.
—Estoy impaciente por ver cómo se hace esa pesca.
—Y llegarás tú también a ser un hábil pescador y...
Un grito estridente que venía de la playa le cortó la palabra.
—¡Cooo-mooo-eee!