E
ntre tanto, los australianos seguían en la playa. No contentos con haber matado a la tripulación china ni con haberse apoderado de los depósitos de trépang, que debían proporcionarles abundantes comilonas, parecían querer apoderarse también de los últimos supervivientes y del junco, creyéndolo cargado de víveres, y, sobre todo, de licores.
Se agitaban vociferando alrededor de las escolleras; medían con sus azagayas la profundidad del agua, esperando encontrar bancos que llegaran hasta el junco, y disparaban sus bomerangs sin resultado alguno, porque aquellos proyectiles no llegaban a su destino, a causa de la distancia, que era de unos dos cables.
Sin embargo, no parecían dispuestos a alejarse, y seguían dando desaforados gritos y blandiendo sus armas en son de amenaza.
Hans y Cornelio no estaban inactivos, y de vez en cuando disparaban contra los más audaces, y sus balas no se perdían, pues a cada disparo veían caer en la playa a un salvaje para no levantarse más. La lantaca se hacía oír también de rato en rato, y la metralla