que había ocupado se veían algunos trozos de cuerda deshilachados, como si hubieran sido roídos por unos dientes fuertes.
—¡Ahora lo comprendo!—exclamó Van-Stael—. El muy pillo, aprovechando la orgía de los chinos, cortó las cuerdas con los dientes y rompió las cadenas a hachazos para que el junco embarrancase en las escolleras de la bahía!
—¿Y por qué no se mueve el barco si no está anclado? El reflujo ha debido llevarle fuera de la bahía.
—Tengo miedo de comprender tus palabras, Van-Horn.
—¿Las comprendéis?
—Sí; estamos embarrancados.
—Tengo ese temor, Capitán.
—Subamos, Van-Horn.
Abandonaron la estiba y subieron a cubierta, asomándose por la amura de babor. Sólo entonces advirtieron que la nave estaba ligeramente inclinada y que su carena se apoyaba a estribor sobre un banco de arena cubierto por media braza de agua.
—Estamos embarrancados—dijo el Capitán, secándose el frío sudor que le bañaba la frente—. ¿Baja la marea?
—Sí, Capitán.
—¿Qué hora es?
—Las once.