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EMILIO SALGARI

Sólo había un pedazo de ella pendiente del escobén. El último anillo parecía haber sido roto a hachazos.

Van-Stael se acercó al joven pescador chino y sacudiéndole vigorosamente le dijo apretando los dientes: —¡Canalla! ¿Qué habéis hecho durante nuestra ausencia? ¿No os bastaba con saquear la despensa de los víveres y la de mi camarote, sino que aun queríais que naufragara el buque?

—No, señor—respondió el chino—. Ninguno de nosotros ha cortado la cadena. Lo juro por Buddha y Confucio.

—¿Estás seguro, Lu-Hang?

—Sí, Capitán. Yo estaba en el puente cuando mis compatriotas tuvieron la desdichada idea de embriagarse con vuestro sciam-sciú, y no vi a ninguno romper las cadenas.

—¿Y quién supones entonces que pueda haber sido?

—No lo sé, señor.

A poco el Capitán se dió un golpe en la frente y lanzó un grito.

—¡Van-Horn!—exclamó.

—¡Señor!

—¿Dónde está el salvaje que hicimos prisionero?

—Debe de estar aún en la cala.

—¡Vamos a ver!

Bajaron a la cámara de proa y pasaron después a la estiba; pero el salvaje no estaba ya allí. En el sitio

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