—Peor caso es el de muchos otros pescadores, que perdieron los buques y la vida.
—Es cierto, Van-Horn.
—Partamos, señor. Sólo somos cinco y los antropófagos son, por lo menos, cuatrocientos. Si nos abordan estamos perdidos.
—Bueno, pues levemos anclas y a desplegar velas, Van-Horn. No quiero que mis sobrinos caigan en poder de esos salvajes.
—Señor Hans, señor Cornelio, y tú, Lu-Hang—dijo el piloto dirigiéndose a los jóvenes y al pescador—, ayudadme.
—Levemos el ancla de popa—dijo el Capitán—. El viento sopla del Este, y pondremos la proa hacia la salida de la bahía.
Van-Horn subió al castillo para examinar antes la posición del ancla; pero a poco se le vió palidecer y hacer un gesto de furor.
—¡Capitán!—exclamó con voz descompuesta.
—¿Qué ocurre?—preguntó Van-Stael.
—La cadena está cortada y el ancla perdida.
—¿Cortada? ¡Imposible! Era muy gruesa y además bastante sólida.
—¡También ha desaparecido la de proa!—gritó Cornelio, que había subido también al castillo.
Van-Stael se asomó a la proa y vió que, en efecto, estaba también rota la cadena de la segunda ancla.