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EMILIO SALGARI


—Que lo mejor sería desplegar velas y hacernos a la mar, antes de que los salvajes encuentren el medio de intentar el abordaje del junco.

—¿Y pretendes que abandone a los chinos?

—No habrán dejado uno vivo, señor. Mirad: encienden grandes hogueras en la playa.

—Es que no debemos dejarles que se los coman tranquilamente, Horn.

Tenemos aún una lantaca y nuestros fusiles.

—Y los salvajes se parapetarán detrás de las rocas, poniéndose así a cubierto de nuestras balas.

—¿Y crees tú que los chinos hayan muerto todos? ¿Habrá alguno vivo?

—Se le oiría gritar o lo veríamos. Los caníbales están todos en la playa y en medio de ellos no veo más que muertos.

—Es verdad—murmuró Van-Stael con amargura—. Los han matado a todos y me han inutilizado todo el trépang. ¡Qué pérdida, Van-Horn!

—Nosotros no tenemos la culpa de que se hayan emborrachado nuestros marineros, señor. Si no se hubieran aprovechado de nuestra ausencia para abandonarse a sus instintos rapaces, todos estarían vivos y a bordo de este buque.

—Es verdad. Nosotros lo hubiéramos intentado todo por salvarles. Pero ¿qué dirá nuestro armador al vernos regresar sin olutarias y sin tripulación?

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