Hans! ¡Salvemos a los hombres que están en las chalupas!
Manejando los fusiles como mazas, se arrojaron sobre los salvajes, matando a unos cuantos de ellos y logrando contenerlos por algunos instantes; pero los salvajes volvían a arremeter, animándose con gritos feroces.
—¡Huíd!—gritó el Capitán a los chinos de una de las chalupas, que parecían estar medio aturdidos.
En seguida se embarcó en la otra, seguido de Horn, Hans, Cornelio y un joven pescador, que había logrado abrirse paso hasta ellos a arponazos.
Empuñaron los remos y se alejaron a toda prisa, protegidos por los disparos de los dos jóvenes. Los chinos de la otra chalupa trataron de seguirlos; pero los salvajes lograron agarrarla por una de las bandas antes de que se alejara de la orilla y la volcaron con todos los desgraciados que conducía.
—¡A la lantaca, Horn!—dijo el Capitán con acento desesperado—.
¡Apunta bien!
Soltó Horn el remo; cargó rápidamente el cañoncito y regó la playa con una rociada de balines. Siete u ocho antropófagos cayeron; pero los otros se arrojaron al agua, y agarrando a los chinos por las trenzas y por los pies, los sacaron a tierra.
Por algunos instantes se oyeron los desesperados gritos de los amarillos, que a poco fueron sofocados por el espantoso vocerío de los salvajes.