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EMILIO SALGARI

¡Pronto, amigos! No perdamos los minutos, que son preciosos.

Lanzáronse los cuatro en medio de aquella turba de borrachos, que no querían atender a razones, y a puñetazos y puntapiés condujeron a diez o doce a la playa, y fueron arrojándolos uno a uno en la chalupa más cercana. Varios de ellos, testarudos, como todos los borrachos, se resistían a embarcarse, tratando de acercarse a los barriles para beber un último sorbo.

Los cuatro holandeses iban ya a traer a las chalupas a los demás chinos, cuando los salvajes, que desembocaban ya por las dos gargantas, entraron en el campamento con ímpetu irresistible.

—¡Huíd!—gritaron Van-Stael, Van-Horn y los dos jóvenes, echando mano de las armas.

Los chinos, al oír el clamoreo de los caníbales y al ver caer sobre ellos una lluvia de azagayas y bomerangs, comprendieron, al fin, el peligro que les amenazaba, y al punto se les disiparon los vapores de la borrachera. Por desgracia, era ya demasiado tarde para que pudieran embarcarse en las chalupas.

Los salvajes los rodearon al momento. El Capitán y sus compañeros habían tenido tiempo de huir hacia la playa, desde donde rompieron el fuego contra los indígenas, apuntando especialmente a los jefes y a los brujos.

¡Vanos esfuerzos! Los salvajes, a pesar de los estragos

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