de comerse las conservas, cuyas cajas se veían esparcidas por el suelo, embistieron con el sciam-sciú del Capitán y se emborracharon por completo.
Unos yacían amontonados; otros seguían bebiendo y cantando con voces roncas y destempladas; los había en estado de verdadero delirio, que se peleaban como fieras, dándose furiosos puñetazos en las peladas cabezas, mientras que otros, que no habían perdido del todo los sentidos, se entregaban al juego en medio de atronador vocerío. El jefe de los pescadores y el contramaestre, agarrados del brazo, bailaban en torno de los barriles, declamando versos chinos.
Ninguno de aquellos beodos se acordaba de los salvajes, ni mucho menos del Capitán y sus compañeros, a quienes daban ya por muertos y asados.
Van-Stael, arrebatado de furor, se lanzó en medio de aquella patulea de borrachos, gritando: —¡Miserables! ¿Qué habéis hecho?
El jefe de los pescadores se le puso delante, vacilando sobre sus altos zuecos de planta de fieltro, diciendo: —¡Hola! ¡Os creía muerto, Capitán!
—¡Os habéis emborrachado, canallas!—le dijo Van-Stael, amenazándole con el puño.
—¡Sí, sí!—añadió el chino, tartamudeando—. ¡Bebed... el sciam-sciú