—¿Estás herido, tío?—le preguntó Cornelio, corriendo hacia él.
—¡No! ¿Oyes?... ¡Escucha tú también, Van-Horn!
Todos aguzaron los oídos. Mientras por el lado de tierra seguían oyéndose los gritos salvajes de los australianos, hacia la bahía percibíanse risotadas, cantos y gritos proferidos por voces roncas, como de borrachos.
—¡Gran Dios!—exclamó Van-Horn—. ¿Qué han hecho nuestros chinos?
—¿Se habrán vuelto locos de miedo?—dijo Cornelio.
—¡No! ¡Me temo que todos estén borrachos!—murmuró el Capitán, poniéndose pálido—. En mi camarote había cinco barriles de sciam-sciú. ¡Corramos pronto, amigos, o habrá una horrible matanza!
Abandonaron la caldera, que rodó hasta la llanura chocando de roca en roca, y con el corazón oprimido por la angustia y la frente bañada en frío sudor, atravesaron la última línea de rocas y bajaron hacia la playa.