El encontrón había sido tan brusco, que estuvo a punto de caerse; pero se repuso al momento, y exclamó: —¡No me había equivocado!
—¿Qué has encontrado, viejo?—le preguntó el Capitán.
—Ya os decía yo que no tardarían estos caníbales en desembarazarse de un peso inútil. Me ha faltado poco para romperme la cabeza contra una de nuestras calderas.
—¡Qué suerte! ¿Estará la otra por estos alrededores?
—Nada extraño sería. Los mismos motivos que han tenido para abandonar ésta tienen que inducirlos a soltar la otra.
—¡Silencio!—dijo Cornelio.
—¿Qué hay?
—No oigo más los gritos de los salvajes, tío.
—¿Habrán ya llegado al bosque?
—¿Habrán advertido que los seguimos?
—Preferiría que volviéramos a la playa, ahora que tenemos una caldera.
Podríamos muy bien pasarnos sin la otra.
—¡Oh, oh!—exclamó Van-Horn—. ¡A tierra todo el mundo!
Oíase en el aire un extraño ruido que se acercaba rápidamente. Los cuatro holandeses se dejaron caer