La obscuridad era tan completa, que no podían distinguir los grupos de caníbales, aunque oían muy bien su salvaje clamoreo, alejándose hacia el Este, en dirección de la colina y el bosque.
—No están a más de una milla de aquí—dijo el Capitán, después de escuchar con atención un rato.
—Tratan de llegar al bosque—dijo Cornelio.
—¿Está lejos?—preguntó Van-Horn.
—Seis o siete millas.
—Hay que darse prisa, Capitán. Ya sabéis que los australianos son buenos andarines.
—También nosotros tenemos buenas piernas. Si logramos ponernos a tiro, les haremos fuego. ¡Adelante, y con cuidado para no caer en emboscadas!
—Y para ver si han abandonado las calderas—añadió Van-Horn.
Siguieron a buen paso, inclinándose hacia el Este; pero los australianos no se dormían tampoco en su marcha, pues la delantera que les llevaban no menguaba un ápice, a juzgar por el rumor de sus voces.
El Capitán, que no estaba tan ágil como los dos jóvenes, maldecía de la ligereza de los salvajes, y Van-Horn seguía a duras penas la marcha, resoplando como una foca.
De pronto, cuando llevaban andadas cerca de dos millas, el viejo piloto tropezó en un cuerpo duro, que despidió un sonido metálico.