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EMILIO SALGARI


La obscuridad era tan completa, que no podían distinguir los grupos de caníbales, aunque oían muy bien su salvaje clamoreo, alejándose hacia el Este, en dirección de la colina y el bosque.

—No están a más de una milla de aquí—dijo el Capitán, después de escuchar con atención un rato.

—Tratan de llegar al bosque—dijo Cornelio.

—¿Está lejos?—preguntó Van-Horn.

—Seis o siete millas.

—Hay que darse prisa, Capitán. Ya sabéis que los australianos son buenos andarines.

—También nosotros tenemos buenas piernas. Si logramos ponernos a tiro, les haremos fuego. ¡Adelante, y con cuidado para no caer en emboscadas!

—Y para ver si han abandonado las calderas—añadió Van-Horn.

Siguieron a buen paso, inclinándose hacia el Este; pero los australianos no se dormían tampoco en su marcha, pues la delantera que les llevaban no menguaba un ápice, a juzgar por el rumor de sus voces.

El Capitán, que no estaba tan ágil como los dos jóvenes, maldecía de la ligereza de los salvajes, y Van-Horn seguía a duras penas la marcha, resoplando como una foca.

De pronto, cuando llevaban andadas cerca de dos millas, el viejo piloto tropezó en un cuerpo duro, que despidió un sonido metálico.

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