Los gritos, de dolor se trocaron en tremendo vocerío. Una masa enorme de cuerpos humanos se precipitaba por las rocas con velocidad vertiginosa: eran ciento, doscientos, cuatrocientos; porque parecía que no acababan nunca.
Van-Stael, Hans y los chinos, despertados por el vocerío y los disparos, se pusieron en pie; pero mientras los dos primeros se dirigían hacia los depósitos de trépang, para evitar que fueran saqueados, los chinos huían en tropel hacia la playa para embarcarse en las chalupas.
—¡Adelante, muchachos!—había gritado el Capitán; pero sólo siete u ocho hombres le siguieron.
Eran un puñado de hombres contra un ejército; pero no cabían vacilaciones en aquellos momentos.
El Capitán y los suyos avanzaron descargando los fusiles contra las espesas filas de los asaltantes, mientras el piloto, que se había quedado solo, disparaba la lantaca, sembrando la muerte con una granizada de hierro y de plomo.
De pronto, los antropófagos se detuvieron en su formidable asalto. Los que llegaron primero a los depósitos de trépang, al pisar con los pies desnudos sobre los vidrios, se echaron atrás, dando alaridos. Algunos, que cayeron entre los pedazos de botellas, que les cortaban las carnes, se retorcían desesperadamente, regando el terreno de sangre. Los otros, espantados