En aquel instante se oyó de nuevo el aullido, pero más cercano.
—No es un warangal, señor Cornelio—dijo Van-Horn, palideciendo—.
Esto es una señal; no me equivoco.
—¿Se acercarán los salvajes?—preguntó el joven, levantándose con rapidez.
—¡Silencio!
—¿Habéis oído algo?
—Mirad allí, junto a las hornillas. ¿Veis algo?
—Sí, descubro una sombra negra. La noche está obscura; pero la veo moverse.
—Y yo veo otras sombras bajar por las rocas.
—Es verdad. Ahora veremos.
Cornelio salió del espacio iluminado por el fuego, se echó a tierra y apuntó. Iba ya a disparar, cuando entre los hornillos estallaron gritos agudos, a los que respondieron otros, cerca de los depósitos de trépang. No eran gritos de guerra o de triunfo, sino alaridos dolorosos.
—¡Ah!—exclamó Van-Horn—. Los vidrios de las botellas destrozan los pies de los caníbales. ¡Fuego contra ellos!
Se dirigió hacia la lantaca, que tenía cerca, y después de apuntarla hacia las sombras que se movían, la disparó, cubriéndolas de una lluvia de metralla. Al cañonazo siguieron otros siete u ocho disparos de los chinos de guardia.