Ningún indígena se veía por allí, ni la menor sombra humana se dejaba ver por las escolleras ni por las rocas que rodeaban la bahía. Sin duda los antropófagos no se atrevían aún a dar el asalto.
A media noche, Van-Horn y Cornelio, que sólo habían dormido con un ojo, como suele decirse, entraron a hacer la segunda guardia con diez chinos.
—¿Nada de nuevo, tío?—preguntó Cornelio al Capitán.
—Hasta ahora no; pero no os descuidéis, pues temo que la noche no pase sin alarmas.
Entró en la tienda con Hans, que se caía de sueño, y el piloto y Cornelio se sentaron junto al fuego con los fusiles entre las rodillas.
Media hora llevarían velando cuando oyeron a corta distancia lúgubres aullidos.
—Los warangales—dijo Van-Horn, levantándose—. ¿Cómo se atreven a llegar tanto aquí esos perros salvajes? ¿Qué os parece, señor Cornelio?
—Algún perro hambriento—respondió el joven.
—¡Hum! No me parece eso.
—Pues ¿qué creéis que sea?
—Tal vez una señal.
—Pues a mí me han parecido esos aullidos naturales.
—¿Veis algo?
—No.