con un poderoso anteojo. Podría tener unos cuarenta años, y parecía ser el comandante de aquella tripulación de chinos. Detrás de él dos jóvenes de diez y seis y veinte años, respectivamente, de piel blanca como la de los europeos, pero no atezada como la que suele distinguir a la gente de mar, parecían esperar con cierta ansiedad el resultado de la minuciosa observación que estaba practicando el del anteojo.
—¿Ves algo?—le preguntó al poco rato el más joven de ellos.
—No, sobrino—contestó éste—. No se ve ni un ser viviente.
—¿Estamos cerca de la bahía?
—La tenemos seis millas delante de nosotros, Hans.
—¿Estás seguro de no engañarte, tío?
—¿Un hombre de mar como yo equivocarse?... Vine aquí el año último a pescar el trépang, y no he olvidado la bahía.
—¿Y por qué observas tan minuciosamente la costa?
—Porque me va en ello la piel, y, sobre todo, la vuestra, sobrinos míos.
—¿Qué temes?
—Esa es tierra de salvajes, Hans. Ahora seguramente no hay nadie en la playa; pero de un momento a otro puede cubrirse de australianos.
—¿Odian quizás a los hombres blancos?
—No distinguen de razas: blancos, negros, amarillos,