Los chinos habían ya suspendido el trabajo, y después de cenar se habían agrupado en la playa, discutiendo animadamente con el Piloto y con Hans.
No querían pasar la noche en tierra, y todos estaban resueltos a retirarse a bordo del junco.
Cuando el Capitán y Cornelio llegaron al campamento habían ya botado al agua las chalupas y estaban embarcándose en ellas, a pesar de las amenazas de Van-Horn.
La llegada de Van-Stael los contuvo.
—¿Dónde vais?—les preguntó el Capitán amartillando resueltamente el fusil.
—A bordo—dijeron algunos.
—¡A bordo, hato de haraganes! ¿Vais a abandonar el trépang?
¡Desembarcad, o al primero que toque un remo lo mato como a un perro!
Aquí nos quedamos nosotros, y aquí os quedaréis vosotros también.
—Es que los salvajes nos amenazan, señor—dijo un cabo de pescadores.
—También amenazan a mi trépang, y no me da la gana de perderlo—respondió Van-Stael—. ¡A tierra, os repito!...
—Defended vos vuestro trépang—dijo una voz.
—¡Eh, tunante; ven aquí a repetir esas palabras, si te atreves, o deja al menos que yo te vea la cara!—dijo el Capitán, perdiendo la paciencia.
Ninguno respondió; pero tampoco ninguno hizo el menor ademán para saltar en tierra.