empezado aún, por más que ya el sol había salido. Los pescadores se habían retirado hacia las chalupas y discutían acaloradamente. Los preparadores del trépang aún no habían encendido las fornallas y sostenían viva discusión con el viejo marinero, el cual de vez en cuando daba alguna que otra puñada en la rapada cabeza a los hombres amarillos.
—¿Qué pasa aquí?—preguntó Van-Stael desde lejos, arrugando el ceño.
—¿Habrán asaltado los indígenas el campamento?—dijo Cornelio.
—No puede ser: habríamos oído los tiros.
Acercáronse rápidamente y se dirigieron al grupo que formaban los preparadores, los cuales parecían estar en rebeldía contra Van-Horn y Hans.
—¿Qué significa este tumulto?—gritó Van-Stael, deteniéndose entre la turba furibunda—. ¿Por qué no se trabaja?
—Porque no quieren seguir aquí más tiempo, Capitán—dijo Van-Horn—.
Dicen que no están dispuestos a dejarse comer por los australianos en beneficio nuestro y del armador y consignatario del junco.
—¿Os subleváis, pues, por miedo?
—Queremos irnos de aquí, Capitán—dijo un chino que llevaba una trenza de un metro de larga—. Queremos abandonar esta costa, en la cual los salvajes abundan tanto como las peonías en nuestros jardines.