acercárseles con sus hachas de piedra en la mano y dando saltos como monos; pero Van-Stael no les dejó tiempo para que llegaran hasta ellos.
Una lluvia de balines cayó sobre aquel grupo de hombres. No hacía falta más para ponerles en fuga. Todos huyeron a la desesperada en dirección al bosque, dando alaridos.
—¿Me equivocaba?—preguntó el Capitán.
—No, tío—dijo Cornelio.
—Espero que esta lección les bastará por ahora.
—¿Y después? ¿Crees que volverán?
—Sobre esto tengo mis dudas. Me inclino a creer que una de estas noches los tendremos encima, Cornelio. Conozco a los australianos y sé que son testarudos; pero nos encontrarán dispuestos a recibirlos, y no nos dejaremos sorprender. Volvamos, valiente muchacho. Van-Horn y Hans estarán intranquilos.
No era prudente seguir explorando aquella llanura, en la cual podían exponerse a caer en alguna emboscada. Ya sabían que los australianos los habían descubierto, y que debían estar muy sobre aviso para no ser sorprendidos.
Seguros de que no les seguirían, al menos por el momento, pues los indígenas del Continente sólo acostumbran atacar de noche, volvieron a escalar las rocas y bajaron después al campamento.
Con gran sorpresa vieron que los trabajos no habían