—¿Dónde? Yo no los veo.
—Detrás de las matas que andan.
—¡Oh!
—Sí, Cornelio. Esos tunos, para alejarnos de nuestro campamento, o tal vez para que caigamos en una emboscada, han arrancado esas plantas y las tienen en las manos con una habilidad sorprendente. No es un recurso nuevo para esta gente, ahora que me acuerdo.
—¿Será verdaderamente así, tío?
—Sí, muchacho, y si fuera de día podrías convencerte.
—¡Canallas!
—Pero nosotros no seremos tan tontos que les sigamos hasta aquella altura. Apostaría cualquier cosa a que en aquel bosque de eucaliptos está escondida la tribu entera, dispuesta a echársenos encima.
—¿Sabrán que tenemos prisionero a su jefe?
—Desde luego lo sospechan. Con que, vamos, Cornelio; envía una bala a esos hierbajos.
El joven, que era un valiente tirador y que quería demostrar a su tío que no tenía miedo de los salvajes, no se dejó repetir la orden. Apuntó rápidamente e hizo fuego.
El montón de hierba más cercano cayó en tierra, pues el proyectil había hecho blanco. Al mismo tiempo cayeron los otros matojos; pero quedaron en pie los quince indígenas que los sostenían. Trataron de