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EMILIO SALGARI

observó con asombro que iba retrocediendo, de manera que lo tenía siempre a igual distancia delante de sí. ¿Era un engaño de la vista o aquellas plantas estaban dotadas de movimiento?

El joven, en el colmo de la sorpresa, apretó el paso; pero la distancia no disminuía, sino que más bien aumentaba.

—¡Tío!—exclamó—. ¡Estas matas huyen!

—Lo veo—respondió el Capitán, que le había seguido y que tampoco podía ocultar su sorpresa.

—¿Conoces tú plantas que anden?

—No las conozco.

—Ni yo tampoco, ni tengo noticia de que los naturalistas hayan encontrado plantas con patas.

—Y ¿qué deduces de eso?

Iba el Capitán a responder, cuando dos bultos se levantaron bruscamente a pocos pasos de aquellas plantas y emprendieron rápida carrera hacia la llanura; pero a saltos, como si fueran ranas gigantescas.

—¡Una pareja de kanguros!—exclamó Cornelio.

Apuntó rápidamente a los dos animales, que se alejaban velocísimamente; pero Van-Stael le bajó el brazo, diciéndole: —Deja tranquilos a los kanguros, que tienes necesidad de tus balas para otros enemigos más temibles.

—¿Qué quieres decir?

—Que los australianos están delante de nosotros.

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