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EMILIO SALGARI


—Vamos, tío; mi fusil está cargado.

Van-Stael mandó avisar al viejo Van-Horn lo que ocurría y luego se encaminó a las rocas que circundaban la bahía, seguido del joven, que no daba las menores muestras de miedo.

Habíase puesto la luna hacía algunas horas, y la noche estaba obscurísima; pero el misterioso fuego, que seguía brillando en la altura, bastaba para guiarles, sin temor de extraviarse.

Avanzando cautelosamente para no caer en alguna emboscada, el Capitán y Cornelio llegaron bien pronto al pie de las primeras rocas, y las escalaron con no poco trabajo, por ser muy escarpadas. Echaron una ojeada desde la cima a la vertiente opuesta. Extendíase ante ellos un pequeño llano ligeramente ondulado, con algunos grupos de árboles esparcidos acá y allá. Como a dos millas hacia el Este comenzaba otra vez a levantarse el terreno, formando como un semicírculo en torno del llano.

Seguía viéndose el fuego en la cima más alta. En aquel momento era extenso y muy vivo, pareciendo que lo producían árboles o malezas ardiendo.

—¿Ves algo?—preguntó el Capitán al joven.

—Me parece distinguir hombres moviéndose ante aquella cortina de llamas—respondió Cornelio.

—Yo también percibo sombras obscuras que se mueven.

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