HABÍAN pasado cinco días. Ningún suceso extraordinario había venido a turbar los trabajos de la tripulación del junco; la pesca seguía siendo abundante, y parecía que aquella bahía, desconocida de los otros pescadores, era inagotable, pues los moluscos seguían siendo abundantísimos, a pesar de la persecución de que eran objeto.
Las dos fornallas no habían parado de trabajar un solo momento, y verdaderas toneladas de olutarias habían pasado ya por las calderas.
Estaban repletas de pesca todas las tiendas, y hasta cerca de las escolleras se alzaban enormes montones, prontos a ser cargados.
Para nada los habían molestados los salvajes hasta entonces, ni habían dado siquiera señales de vida.
El Capitán y los dos jóvenes, para tranquilizar más a los chinos, que no acababan de perder el miedo, habían explorado un largo trecho de la costa, sin descubrir a ningún australiano. Van-Horn se internó unas cuantas leguas en la península, en una excursión