—Nosotros no matamos ni tus kanguros, ni tus casoares, ni tus
warrangas (perros salvajes)—dijo Van-Stael—. El trépang ni tú ni tus compatriotas sabéis pescarlo, y además el mar no te pertenece.
—Entonces la tribu de los Wawamas te dará batalla.
—Y ¿eres tú quien lo dice?
—Yo, jefe de la tribu de los Moo-wiamos.
—¡Pues, toma, canalla!
Van-Stael, de una guantada, que resonó como un latigazo, arrojó al suelo al antropófago. Después, agarrándole fuertemente por los brazos, le arrastró hacia las chalupas.
—Ata a este hombre y llévale a bordo del junco—dijo, dirigiéndose a Van-Horn—. Lo tendremos prisionero hasta que acabe la pesca, y así le impediremos noticiar a su tribu que nos ha declarado la guerra.
—Lo ataré con quince metros de cuerda muy fuerte—dijo el marinero—.
Veremos si es capaz de escaparse de la cala.
Contrariamente a sus instintos, el antropófago no opuso la menor resistencia; pero sus pequeños ojos negros lanzaban extraños relámpagos.
Se dejó atar sin pronunciar una sílaba y transportar a bordo del junco por los chinos, que volvieron a la pesca del trépang.