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EMILIO SALGARI


—Nosotros no matamos ni tus kanguros, ni tus casoares, ni tus warrangas (perros salvajes)—dijo Van-Stael—. El trépang ni tú ni tus compatriotas sabéis pescarlo, y además el mar no te pertenece.

—Entonces la tribu de los Wawamas te dará batalla.

—Y ¿eres tú quien lo dice?

—Yo, jefe de la tribu de los Moo-wiamos.

—¡Pues, toma, canalla!

Van-Stael, de una guantada, que resonó como un latigazo, arrojó al suelo al antropófago. Después, agarrándole fuertemente por los brazos, le arrastró hacia las chalupas.

—Ata a este hombre y llévale a bordo del junco—dijo, dirigiéndose a Van-Horn—. Lo tendremos prisionero hasta que acabe la pesca, y así le impediremos noticiar a su tribu que nos ha declarado la guerra.

—Lo ataré con quince metros de cuerda muy fuerte—dijo el marinero—.

Veremos si es capaz de escaparse de la cala.

Contrariamente a sus instintos, el antropófago no opuso la menor resistencia; pero sus pequeños ojos negros lanzaban extraños relámpagos.

Se dejó atar sin pronunciar una sílaba y transportar a bordo del junco por los chinos, que volvieron a la pesca del trépang.

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