rocas, para convencerse de que no había por allí ningún otro salvaje, y disparaban sin cesar contra las bandadas de cacatúas blancas, rojas o de color de rosa pálido, matando muchas de ellas. El Capitán, entre tanto, examinaba los bajíos de la bahía, para asegurarse mejor de la cantidad y calidad de las olutarias.
Habían pasado dos horas, durante las cuales aportaron los pescadores dos cargas más de moluscos, esta vez de la especie más codiciada, cuando el salvaje de antes volvió a presentarse.
Venía solo, como la vez anterior, pero horriblemente transformado. Se le hubiera creído un esqueleto animado de vida, pues se había pintado con tierra amarilla, una especie de ocre, sin duda, las costillas y los huesos.
No iba armado; pero en la mano, pendiente de un bastón, llevaba un trozo de corteza de árbol, de un color y forma particular.
Los chinos, al ver aquel extraño emblema, palidecieron, murmurando: —¡El wai-waiga!
—¡Ah, tunante!—exclamó Van-Horn—. ¿Otra vez vuelves?... ¡Eres audaz, monazo!
—Y se presenta a nosotros con la pintura—dijo el Capitán.
—Y con la corteza del wai-waiga—añadió el marinero—. Es una verdadera declaración de guerra, señor Van-Stael.