todas las olutarias que pudo; pero Van-Horn, que no lo perdía de vista, lo agarró por una pierna y tiró de él, diciéndole: —¡Quieto, monazo! ¡Suelta eso o te estrangulo!
El australiano, al verse defraudado en sus propósitos, se puso en pie, con ademán amenazador.
—Pero ¡qué mamarracho eres!—le dijo el marinero riendo.
—¡Ten cuidado, Van-Horn!—dijo el Capitán—. Estos salvajes son traidores.
—Le romperé el chuzo en las espaldas, señor Van-Stael.
Iba a lanzarse sobre el australiano para desarmarle; pero éste saltó hacia atrás, diciendo en un lenguaje mixto de inglés y de malayo: —¡Quieto, hombre blanco! Esta es la tierra de los hijos de Mooo-tooo-omj[4].
—¡Y yo te digo que si no te vas, te echo a puntapiés, antropófago!—dijo el marinero, levantando el fusil—. ¿Me has comprendido?
El australiano, que no debía ignorar el efecto de las armas de fuego, retrocedió precipitadamente, y, plantando con resolución el chuzo en la arena, dijo: —Pronto nos volveremos a ver.
Después, dando un gran salto, se alejó a toda prisa,