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LOS PESCADORES DE TRÉPANG

sin atreverse a dormir, por temor de no oir los gritos o señales de sus compañeros.

Las horas pasaban sin que Cornelio ni Van-Horn volviesen. Sólo a media noche creyeron sentir una lejana detonación y gritos; pero no se repitieron.

El Capitán hubiera querido partir al instante; pero la oscuridad era profunda y temía extraviarse. Hubo, pues, de renunciar a su proyecto.

Al alba, vencidos por el cansancio de aquella larga y angustiosa velada, se quedaron dormidos; pero su sueño duró poco, pues fueron bruscamente despertados por unos gritos salvajes.

Iban a ponerse en pie, cuando se precipitaron sobre ellos treinta o cuarenta papúes armados de cerbatanas, mazas y lanzas, y adornados de plumas y collares de dientes de cuadrúpedos y conchas de tortugas.

Hans y el chino fueron en un instante reducidos a la impotencia, antes de que pudieran hacer uso de sus armas. El Capitán, empuñando un hacha, se había lanzado fuera tratando de guarecerse en la selva; pero no pudo lograrlo, porque se vió rodeado por un numeroso grupo de salvajes y hecho prisionero, a pesar de su desesperada defensa.

Un viejo papú, de alta estatura, con la cabeza adornada de plumas de aves del paraíso, y liada a la cintura una banda de tela que le caía por delante, se acercó al Capitán y le dijo en lengua malaya:

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