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EMILIO SALGARI


—¡Ah!—exclamó Cornelio—. ¡Al fin voy a volver a ver a mi tío y a Hans!

Levantó el fusil y lo descargó al aire; pero no le respondió ninguna detonación. El piloto y el joven se miraron con gran ansiedad.

—Nada—dijo el viejo, poniéndose pálido.

—¿Habrán partido?

—No lo sé; pero mis inquietudes redoblan.

—¿Estarán, tal vez, dormidos?

—¿A estas horas? No son más que las tres, señor Cornelio.

—Habrán salido en nuestra busca.

—Es posible; y aun creo que encontraremos alguna señal. Corramos.

Precedidos por el papú se dirigieron a la carrera hacia el bosquecillo, adonde llegaron bien pronto, pues el indígena, que comprendió que algo grave debía de haber sucedido, los guió sin vacilar.

Cornelio y Van-Horn se detuvieron ante los árboles. Ambos estaban muy pálidos y dirigían ansiosas miradas a aquellos árboles; pero ni uno ni otro vieron a nadie. Solamente las palomas coronadas ocupaban las ramas, comiendo las exquisitas frutas.

—¡Ya no están aquí!—exclamó sollozando el joven.—¡Dios mío! ¿Dónde los encontraremos?

—Veamos, señor Cornelio. No es posible que se hayan marchado, sin dejar aquí algo para nosotros.

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