Nada he visto en mi vida más hermoso, ni creo que lo haya en toda la redondez de la Tierra.
—Es verdad, señor—dijo Van-Horn—. No hay aves que superen a éstas en hermosura. Con razón se las llama aves del paraíso.
—¡Ah! ¿Estas son las famosas aves del paraíso?
—Sí, señor Cornelio.
—Siendo tan hermosas, no deben ser desagradables al paladar.
—Son deliciosas, y de carne perfumada, pues se alimentan de nueces moscadas y de flores de pimienta. Nuestro amigo el papú parece que codicia sus plumas. Miradle cómo acecha a esas aves.
—¿Y para qué quiere las plumas?
—Ya os lo diré. Ahora lo oportuno es hacer fuego, antes de que huyan.
Apuntando con gran cuidado hicieron fuego simultáneamente.
Dos aves, heridas de muerte, cayeron al suelo, mientras las otras, espantadas por la detonación, huían como un grupo de flores.
Cornelio se apresuró a recoger la presa, examinándola con curiosa atención, mientras Van-Horn, que pensaba más en la carne que en las plumas, encendía una alegre hoguera.
El papú, que parecía contentísimo del resultado de aquel doble disparo, se puso a desplumar delicadamente