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LOS PESCADORES DE TRÉPANG


—Vamos, pues—, dijo el piloto.

El sol apuntaba ya, dorando las copas de los árboles gigantes y despertando a las aves, que comenzaban a cantar volando de rama en rama.

El papú, Cornelio y Van-Horn no se detenían a admirar a aquellas aves, entre las cuales las había de los más raros y preciosos plumajes, y apretaban el paso para llegar cuanto antes al bosquecillo de moscadas, esperando encontrar allí al Capitán, Hans y el chino.

Varias veces habían tenido que detenerse para pasar a través de los bejucos, que les impedían avanzar, estorbándoles el paso. Para mayor desgracia, hacia las diez de la mañana llegaban a las márgenes de una verdadera selva de plantas trepadoras, tan espesas, tan enredadas las unas con las otras, que no se podía cruzar por ella, sino con muchísimo trabajo.

—¿Qué plantas son éstas?—preguntó Cornelio a Van-Horn.

—Plantas de pimienta—respondió el piloto—. Ya quisiera yo llenar con ellas la bodega de un buque de cien toneladas.

—Una verdadera fortuna.

—Lo habéis dicho, señor Cornelio; pero inútil para nosotros, y que ahora nos van a dar muchísimo que hacer.

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