—No nos detengamos aquí, señor Cornelio—dijo Horn—. Los salvajes pueden tener otros compañeros acampados por estos contornos y volver en mayor número.
—¿Y quieres abandonar a este pobre diablo?
—Si no está reñido con su pellejo, vendrá con nosotros.
—Gracias—dijo el papú en perfecto holandés.
—¡Calla!—exclamó Cornelio, admirado—. ¡Conoce nuestra lengua!
—No me admira—dijo Horn—. Nuestros compatriotas vienen mucho por estas islas.
—¿Quieres seguirnos?—preguntó Cornelio al papú.
Este no respondió, pero le miró como diciéndole: explicaos.
—No puede saber muchas palabras—dijo Horn—. Mejor comprenderá el malayo, idioma que se habla en la costa occidental de la isla.
Repitió la pregunta en dicha lengua, y al punto obtuvo respuesta.
—Soy vuestro esclavo: os seguiré donde queráis.
—Nosotros no tenemos esclavos—respondió Van-Horn—: serás nuestro amigo. Síguenos.
Partieron a la carrera precedidos por el papú, el cual les abría camino apartando con cuidado las ramas y los bejucos que podían molestar a sus salvadores.
Aunque ya no se oían los gritos de los arfakis, siguieron