para que se levantaran en seguida, arrojando al fuego ramas resinosas que llevaban consigo.
Cuando hubieron encendido una inmensa hoguera, se arrojaron sobre el prisionero y le ataron las manos a la espalda.
—Van a asarlo—dijo Cornelio.
—No lo creo—respondió Van-Horn—. Creo más bien que se trata de una venganza. Preparémonos a hacer fuego.
Entretanto, los arfakis sujetaban con bejucos a la espalda del desgraciado un haz de hojas secas. El prisionero lanzaba gritos y se revolvía furiosamente.
A poco, los arfakis encendieron el haz de hojas secas que le habían atado a la espalda, y con las lanzas y a mazazos lo arrojaron en la hoguera.
—¡Ah, canallas!—gritó Cornelio—. ¡Fuego, Van-Horn!
Dos disparos resonaron a un tiempo. Cayeron dos de aquellos hombres, y los otros, espantados de aquel ruido, que no habían oído hasta entonces, y de la muerte súbita de sus compañeros, dieron a huir a todo correr lanzando gritos de terror.
Cornelio atravesó de un salto la línea de fuego, arrancó de las espaldas del espantado prisionero, las hojas encendidas, y con sus robustos brazos le sacó de allí colocándole al pie de un árbol.
—No temas—le dijo desatándole las manos.