vegetales. Rodeábale la cintura una especie de faldeta de algodón rojo, más larga por delante que por detrás.
—¿Qué casta de gente es ésa?—preguntó Cornelio al oído a Horn.
—Los que están sentados al fuego son Alfuras o Arfakis montañeses del interior. En cuanto al prisionero, me parece un papú de la costa, en traje de guerra.
—¿Irán a comérselo?
—Quizás, porque los arfakis son antropófagos y odian mortalmente a los papúes de la costa.
—¿Y vamos a dejar que se coman a ese desgraciado?
—No, señor Cornelio; y con tanto mayor motivo cuanto que los papúes de la costa no son malos y tienen frecuente trato con los europeos. Si lo libertamos nos puede prestar muy buenos servicios y hacer que encontremos al capitán Stael, conduciéndonos a las orillas del Durga.
—Vamos a enterarnos antes de lo que va a pasar.
Su espera no fué larga, pues poco después llegaba un salvaje desnudo como los demás arfakis, pero de estatura más alta, adornado de dientes de cuadrúpedos y conchas de tortuga y dos grandes aros de metal pendientes de las orejas. En la cabeza llevaba un gran penacho de plumas de colores.
—Debe de ser un jefe—dijo Horn a Cornelio.
El recién llegado se acercó al prisionero y le interrogó detenidamente.
Después hizo señas a sus compañeros