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EMILIO SALGARI

vegetales. Rodeábale la cintura una especie de faldeta de algodón rojo, más larga por delante que por detrás.

—¿Qué casta de gente es ésa?—preguntó Cornelio al oído a Horn.

—Los que están sentados al fuego son Alfuras o Arfakis montañeses del interior. En cuanto al prisionero, me parece un papú de la costa, en traje de guerra.

—¿Irán a comérselo?

—Quizás, porque los arfakis son antropófagos y odian mortalmente a los papúes de la costa.

—¿Y vamos a dejar que se coman a ese desgraciado?

—No, señor Cornelio; y con tanto mayor motivo cuanto que los papúes de la costa no son malos y tienen frecuente trato con los europeos. Si lo libertamos nos puede prestar muy buenos servicios y hacer que encontremos al capitán Stael, conduciéndonos a las orillas del Durga.

—Vamos a enterarnos antes de lo que va a pasar.

Su espera no fué larga, pues poco después llegaba un salvaje desnudo como los demás arfakis, pero de estatura más alta, adornado de dientes de cuadrúpedos y conchas de tortuga y dos grandes aros de metal pendientes de las orejas. En la cabeza llevaba un gran penacho de plumas de colores.

—Debe de ser un jefe—dijo Horn a Cornelio.

El recién llegado se acercó al prisionero y le interrogó detenidamente.

Después hizo señas a sus compañeros

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