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EMILIO SALGARI


—Acudamos, Van-Horn, antes de que se alejen.

—¿Con esta oscuridad?

—No importa. Ya trataremos de orientarnos.

Abandonaron el árbol y se pusieron en camino, marchando tan aprisa como les era posible por entre los troncos y las raíces y a través de los bejucos. Los gritos seguían oyéndose cada vez más cercanos.

Haciendo desesperados esfuerzos, cayendo y tropezando acá y allá, siguieron la marcha. Unos mil quinientos pasos llevarían andados, cuando cesaron de pronto los gritos. Cornelio se preparaba ya a descargar el fusil para llamar la atención de sus compañeros, cuando Horn lo detuvo bruscamente, diciéndole: —¡Allá veo brillar un fuego!

Cornelio miró en la dirección indicada, y, en efecto, a distancia de setecientos u ochocientos pasos vió brillar una llama al través del follaje.

—¿Habrán acampado?—preguntó.

—¿Y si no fueran ellos?—dijo Van-Horn—. No cometamos imprudencias, señor Cornelio, sin estar seguros de que sean nuestros compañeros.

—Es verdad; pero no debemos quedarnos aquí.

—No; y avanzaremos; pero con precaución. ¡Silencio y avante!

La llama seguía brillando y era cada vez más fuerte, esparciendo un vivo resplandor a través de los árboles de la selva. Cornelio y el piloto, con los fusiles preparados,

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