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XXII.—L A   V E N G A N Z A

D E   L O S   P A P Ú E S AUNQUE estaban cansadísimos, no pudieron cerrar los ojos en toda la noche. Sus inquietudes, lejos de calmarse crecían de momento en momento.

Pensaban en el Capitán y en sus compañeros, a quienes suponían buscándolos en aquella inmensa selva.

Daban vueltas intranquilos sobre sus lechos de hojas, aguzaban los oídos y contenían la respiración, creyendo siempre oir algún grito o alguna detonación. De vez en cuando se levantaban, trepaban a algún árbol para escuchar mejor; pero pasaban las horas una tras otra sin que ningún rumor viniera a turbar el silencio.

Hacia media noche, vencidos por el sueño y el cansancio, iban ya a quedarse dormidos, cuando oyeron de pronto gritos lejanos.

Ambos se pusieron en pie con las armas en la mano.

—¿Has oído, Van-Horn?—le preguntó Cornelio con voz reposada.

—Sí, señor Cornelio—contestó, alarmado, el piloto.

—¿Serán nuestros compañeros, mi tío, mi hermano...?

—No lo sé; pero empiezo a tener esperanza.

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