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EMILIO SALGARI


—Mucho me lo temo.

—¡Qué desgracia!

—Tenemos nuestras armas.

—¿Y de qué pueden servirnos para sacarnos de este apuro?

—Pueden servirnos para hacer señales con ellas disparando unos cuantos tiros.

—¡Pues hagámoslo antes de extraviarnos más, Horn!

Descargó Cornelio el fusil al aire; pero la espesura del bosque se comía el ruido y no lo dejaba propagarse. Pusieron el oído por si sonaba algún disparo lejano en contestación al suyo, pero nada advirtieron.

—¿Has oído algo, Horn?—preguntó Cornelio.

—Nada oigo—contestó el piloto—. Con esta espesura no hay manera de oir nada.

—Hagamos unos cuantos disparos más, Horn.

Dispararon varias veces sus fusiles uno tras otro y después a un mismo tiempo, dirigiendo hacia arriba la puntería; pero sólo consiguieron asustar a los pájaros.

—El caso es grave—dijo Cornelio.

—Veamos—dijo el piloto—. El bosque de nueces cae al Oeste.

—Sí.

—¿Y dónde estamos? Me parece que al Oeste, si los rayos del sol no me engañan.

—Pero ¿a qué distancia?

—Eso es lo que no podemos saber; pero me parece

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