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LOS PESCADORES DE TRÉPANG


Pusiéronse en persecución del animal, que, efectivamente, debía de estar herido, pues se veían manchas de sangre en las malezas. Tampoco debía de haberse alejado mucho, pues se sentían sus pisadas y sus gruñidos y el ruido que hacía al abrirse paso a través del ramaje.

Cornelio, que era más ágil, corría como un gamo, saltando por encima de las raíces y rompiendo con su cuchillo las lianas que se oponían a su paso, seguido de Horn, que hacía desesperados esfuerzos para no perderlo de vista; pero el babirussa, a pesar de la sangre que iba perdiendo, no paraba de correr.

Duraba ya media hora aquella persecución, cuando Cornelio, que había vuelto a cargar el arma, vió a la res aprisionada entre un tejido espesísimo de lianas. Hizo fuego por segunda vez, y el animal cayó muerto.

—¿Le acertasteis?—preguntó Van-Horn, que estaba unos trescientos pasos detrás.

—Sí, y bien, pues no se mueve—respondió el cazador.

—¡Qué cena, señor Cornelio!; ¡chuletas deliciosas, como las del cerdo!; ¡cosa algo mejor que las palomas a que ibais a tirar!

Avanzando por entre las lianas, llegó Cornelio hasta donde yacía el animal, que estaba completamente inmóvil. Era un verdadero babirussa, que es como lo llaman los malayos, palabra que, traducida literalmente, significa puerco-ciervo, aunque nada tiene de común con los cuadrúpedos de esta última especie.

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