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EMILIO SALGARI

otras islas mezquinas y de tierras áridas, y se han olvidado de este paraíso.

Iban ya a ponerse en marcha, cuando una bandada de grandes pájaros cayó sobre el bosquecillo de nueces moscadas, y se puso a picar ávidamente la fruta.

—¿Qué volátiles son esos?—preguntó Cornelio.

—Palomas carpófagas—respondió el Capitán—. Son golosísimas de nueces moscadas, y a mi parecer las verdaderas productoras de los bosques de ese árbol, por las semillas de él que difunden por todas partes con sus excrementos.

Hans, deseoso de cazar una de aquellas aves, se echó el fusil a la cara; pero un grito de Van-Horn le detuvo.

—¡Tenéis algo mejor en que emplear vuestros tiros!—exclamó en el momento en que pasaba a toda carrera, por el lindero del bosque, un animal semejante al puerco en la corpulencia.

El joven, que se había vuelto al oir las voces de Hans, disparó contra la res; pero no debió acertarle de lleno, porque el animal desapareció en la espesura, después de lanzar un gruñido.

—¡Va herido!; ¡sigámoslo, señor Cornelio!—dijo Van-Horn.

—Pero ¿qué animal es ése?—preguntó el joven.

—Un babirussa. Apresurémonos a seguirlo, o perderemos su rastro—le replicó el piloto.

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