en nada el clavo, que tanto se aprecia entre nosotros.
—¿Hay alguno aquí?
—Sí; mira uno, Cornelio. Crecen en los terrenos que producen la nuez moscada; pero prefieren los volcánicos.
Cornelio, Hans y el mismo Van-Horn se acercaron al árbol indicado, que crecía en los linderos del bosquecillo, y lo observaron atentamente.
Tenía más de veinte pies de alto, y estaba cuajado de pequeños ramitos de flores de un color rojo oscuro que despedían un aroma delicadísimo.
—¿Es de estas flores de donde se saca el clavo?—preguntó Hans.
—El clavo consiste precisamente en sus pétalos—le respondió el Capitán—; pero no se recogen las flores hasta que se caen naturalmente.
Después se las deja secar al sol hasta que toman un color casi negro. Un solo árbol de éstos da una buena renta; pues produce durante muchos años; desde los siete hasta los ciento veinte.
—¿Son comunes a todas estas regiones?
—Se da en todas las islas de la Malasia; pero mejor que en ningunas otras en las Molucas, que parecen ser su verdadera patria.
—¡Cuánta planta preciosa encierra esta isla, tan abandonada por los colonos europeos!—dijo Cornelio.
—Es verdad—respondió el Capitán—. Han poblado