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EMILIO SALGARI


—¿De qué te ríes?—le preguntaron Hans y Cornelio.

—Es que el caso es para reirse, muchachos—les dijo—. ¿Queréis ver al pretendido perro? Mirad entre las ramas de aquel durión.

Dirigieron la vista hacia donde el Capitán les había indicado, y vieron, sosteniéndose en una gruesa rama, un pajarraco negro del tamaño de un cuervo, y que a intervalos regulares daba ladridos tan perfectos que parecían salir de la garganta de un perro.

—¡Dichoso país!—exclamó Cornelio—. No sabía que hubiera pájaros que ladrasen[6].

—Por fortuna, son inofensivos. Vámonos a dormir.

Pasaron también aquella noche sin novedad. Durante el cuarto de guardia del piloto hubo una falsa alarma, motivada por ciertos ruidos sospechosos que se oyeron hacia el bosque; pero después todo quedó tranquilo.

A las seis de la mañana todos estaban de pie, dispuestos a emprender valerosamente la marcha hacia el Oeste. Repartieron las provisiones de sagú proporcionalmente a las fuerzas de cada cual; cargaron con los barrilillos de bambú llenos de agua, y después de dar un adiós a aquellos sitios, se entraron por el bosque, decididos a llegar hasta el río Durga. Dificultaba mucho su marcha la espesura del bosque, que ni siquiera la luz del día dejaba pasar, sino a medias. Los árboles

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