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LOS PESCADORES DE TRÉPANG


—Es imposible que sean los papúes—repitió el Capitán, que no apartaba la vista del bosque.

—¿Por qué?—le preguntó Cornelio.

—Porque nunca han tenido perros, ni aquí los hay.

—Sin embargo, esos son ladridos de perro, tío.

—¿Habrá en el bosque algún cazador europeo?—exclamó Van-Horn.

—¿Aquí, en esta selva tan alejada de los puertos que frecuentan los buques?

—Algún explorador, señor Stael.

—¡Hum! Lo dudo, Van-Horn.

—¿Y cómo puede haber aquí un perro sin amo?

—Pero ¿será un perro?

—¿Y qué puede ser? Esos son ladridos.

—Es que si fuera un perro ya estaría aquí, y esos ladridos ni se acercan ni se alejan.

—Es verdad, Capitán.

—Tened dispuestas las armas, y vamos a aclarar este misterio.

Manteniéndose ocultos entre la maleza para no recibir a mansalva una lluvia de flechas envenenadas, entraron en el bosque, que estaba oscuro, pues ya iba a ponerse el sol. Su sorpresa llegó al colmo cuando notaron que los ladridos venían de lo alto.

—¡Calla!—exclamó Cornelio—. ¿Un perro en las ramas de un árbol? ¿Cómo explicar esto, tío?

El Capitán, en vez de responder, lanzó una carcajada.

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