—Son necesarias para la preparación del trépang.
—¿Y los salvajes?—preguntó Hans—. ¿Nos dejarán tranquilos?
—¿No has oído hace poco un grito?
—Supongo que no se atreverán a acercarse. Al menos así lo espero por ahora. Saben que los hombres blancos poseen armas de fuego, y les tienen miedo. ¡Eh, Van-Horn! Haz que boten al agua la segunda chalupa.
El viejo marinero, que había vuelto a bordo del junco, se apresuró a obedecer. La embarcación, que estaba guindada de los pescantes de popa, fué botada al mar y la ocuparon diez chinos armados de fusiles.
—Ahora las calderas y el combustible—ordenó Van-Horn, que también se había embarcado en ella.
Dos pailas de metal, de un metro de diámetro y de treinta y cinco a cuarenta centímetros de profundidad, grandes espumaderas, unos cuantos arpones y gran cantidad de leña fueron embarcados en la chalupa.
—¿Está cargada la lantaca?—preguntó el Capitán.
—De metralla—respondió el viejo—. Si a los salvajes les entran deseos de molestarnos, los saludaremos con una buena rociada.
—¡Vamos, muchachos!—dijo Van-Stael a sus sobrinos.
Embarcaron todos en la otra chalupa, los chinos empuñaron los remos y se dirigieron a tierra.
En pocos minutos llegaron a la playa, sorteando las