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EMILIO SALGARI

de vez en cuando, hasta que, después de una hora de camino, el Capitán se detuvo en un angosto llano rodeado de árboles.

—Aquí está nuestro pan—dijo señalando un árbol de unos veinte pies de alto y de tres y medio o cuatro de diámetro, de larguísimas hojas, que en vez de crecer derecho, se torcía, tomando una dirección oblícua.

—¡Nuestro pan!—exclamaron los dos jóvenes admirados.

—Y muy bueno, señores míos—dijo Van-Horn—. La harina está en sazón, pues veo las hojas cubiertas de un polvo gris.

—¿Y dónde está esa harina?

—En el tronco del árbol, señor Cornelio.

—Os burláis, viejo Horn.

—No; os lo aseguro. Ahora lo veréis.

El piloto empuñó el hacha y atacó briosamente con ella el tronco del árbol, que ofrecía una resistencia increíble. El Capitán tuvo que relevarle en el trabajo un cuarto de hora después, hasta que por último la planta, cortada circularmente a dos pies del suelo, se desplomó con gran estrépito.

—Mirad—dijo el piloto.

Hans, Cornelio y el joven pescador se acercaron, y con gran sorpresa vieron que aquel tronco estaba lleno de una materia ligeramente rosada y al parecer muy dura.

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