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EMILIO SALGARI

y papagayos de multitud de variedades: amarillos, grises, azules y rojos, también en bandadas.

Parecía, en cambio, que no había cuadrúpedos en aquella parte de la Isla, pues ni se veían puercos salvajes, ni babirusos ni otros animales que tanto abundan en otras regiones de ella.

Hacia las tres, al atravesar un claro del bosque, hicieron un descubrimiento singular nuestros viajeros. Era un árbol—un ficopisocarpo—de cuyas ramas pendían, en vez de frutas, unos pájaros extrañísimos del tamaño de pollos, de alas membranosas, con el cuerpo vestido de un plumón castaño de reflejos rojizos. Estaban agarrados a las ramas por las patas, tenían las alas abiertas y extendidas y parecían adormilados. Habría sobre doscientos.

—¿Qué pajarracos son ésos?—preguntaron Hans y Cornelio, sorprendidos.

—Pteropus eduli—respondió el Capitán riéndose—, o diciéndolo más claro, murciélagos gigantes, que esperan que se haga de noche para echarse a volar.

—Son enormes—observó Hans—. ¿Y qué hacen en esa rara posición?

—Duermen, después de haberse comido todas las frutas del árbol; pues son muy glotones—respondió Van-Stael.

—Malos bichos deben de ser ésos.

—No lo creas, Hans. Se dice que todos los pájaros les

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