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EMILIO SALGARI

una canoa, y entre las yerbas los cadáveres de algunos indígenas medio devorados ya por los cocodrilos.

—Los piratas han sido atacados y destruidos o puestos en fuga—dijo el Capitán.

—¿Por los alfuras?—preguntó Cornelio.

—Seguramente—respondió Van-Stael.

—¿Habrá alguna aldea por estas cercanías?

—Lo temo, Cornelio; y será prudente alejarse cuanto antes de estos sitios.

—Pues busquemos la chalupa.

—Vamos a ver. Empiezo a estar inquieto.

—¿Temes que la hayan descubierto?

—Sí, Cornelio.

—Sería un gran desastre para nosotros.

—Sí, sobrino mío. Allí veo el teck que ha de servirnos de guía: la chalupa tiene que estar a pocos pasos de ese árbol enorme.

—Sí, Capitán—repuso Van-Horn—: no podemos equivocarnos.

—Apresurémonos: me consume la impaciencia.

Bajaron a la orilla del río y se fueron costeando el bosque, avanzando siempre con mil precauciones, pues no estaban seguros de que aquel sitio estuviera desierto.

A medida que se acercaban al teck, que crecía en la orilla bañando sus raíces en el río, aumentaban sus inquietudes, y sus miradas se fijaban angustiosas en las plantas

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