una canoa, y entre las yerbas los cadáveres de algunos indígenas medio devorados ya por los cocodrilos.
—Los piratas han sido atacados y destruidos o puestos en fuga—dijo el Capitán.
—¿Por los alfuras?—preguntó Cornelio.
—Seguramente—respondió Van-Stael.
—¿Habrá alguna aldea por estas cercanías?
—Lo temo, Cornelio; y será prudente alejarse cuanto antes de estos sitios.
—Pues busquemos la chalupa.
—Vamos a ver. Empiezo a estar inquieto.
—¿Temes que la hayan descubierto?
—Sí, Cornelio.
—Sería un gran desastre para nosotros.
—Sí, sobrino mío. Allí veo el teck que ha de servirnos de guía: la chalupa tiene que estar a pocos pasos de ese árbol enorme.
—Sí, Capitán—repuso Van-Horn—: no podemos equivocarnos.
—Apresurémonos: me consume la impaciencia.
Bajaron a la orilla del río y se fueron costeando el bosque, avanzando siempre con mil precauciones, pues no estaban seguros de que aquel sitio estuviera desierto.
A medida que se acercaban al teck, que crecía en la orilla bañando sus raíces en el río, aumentaban sus inquietudes, y sus miradas se fijaban angustiosas en las plantas