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EMILIO SALGARI

después de muchos sufrimientos, otra más fea e incómoda.

—Pero viven, y ocultan su cuerpo deforme y su concha opaca y fea en las aguas de los ríos.

—Deben sufrir un martirio atroz, tío—dijo Hans.

—Cierto; especialmente cuando el cuchillo del cazador les priva de su vivienda. Pero, Van-Horn; que te olvidas del almuerzo.

—Es verdad, Capitán—contestó el piloto.

Ayudado por el chino, hizo un montón de ramas secas y encendió un alegre fuego. Cuando estuvo casi hecho brasas, decapitó una de las tortugas de una cuchillada, y sin extraer la carne de la concha la puso al fuego.

Bien pronto se esparció por la selva un olor apetitoso. La tortuga se cocinaba en su concha asándose en su propia grasa.

Cuando estuvo a punto, el piloto rompió la concha a hachazos y extrajo la carne, que dió de comer a sus compañeros.

No hay que decir que todos ellos hicieron honor al asado, después de veinte horas de ayuno. Se comieron la mitad de la tortuga, reservando para otra comida la otra mitad.

Terminada la comida, el Capitán y el piloto encendieron sus pipas, dando en seguida la orden de marcha, que emprendieron al punto, sin abandonar la segunda

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