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LOS PESCADORES DE TRÉPANG


—Tortugas—dijo Van-Stael.

—En Timor nunca he visto semejantes bichos, tío—dijo Cornelio.

—Pues los hay. Es un bocado superior, y vais a probarlo. ¡Ven acá, Horn!

Bajaron ambos hasta el banco, que llegaba a la mitad del río, y se precipitaron sobre las tortugas, que aún no se habían percatado de la presencia del enemigo. En un momento se apoderaron de dos de las más grandes, y las volvieron boca arriba para impedirles huir, mientras cogían otras; pero las demás se apresuraron a tirarse al agua, escondiéndose entre el limo y las plantas.

—Déjalas ir, Horn. Ya tenemos carne de sobra.

Llamaron en su ayuda a Cornelio y al chino, y entre todos transportaron las dos tortugas a la orilla. Tenían más de una vara de largo y como media de ancho, y no pesaría menos de un quintal cada una de ellas.

—Estos animales están acorazados—exclamó Cornelio, que los examinaba con curiosidad.

—Y su coraza está hecha a prueba de hacha, sobrino—dijo el Capitán.

—¿Y cómo hay aquí estas tortugas? Me han dicho que sólo viven en el mar, tío.

—Las hay de muchas especies: unas, terrestres, que son las más comunes, gruesas, cortas y con las patas parecidas a troncos; otras, de lagunas y pantanos, que son las más pequeñas; otras de río, y por último otras

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