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EMILIO SALGARI


—Me alegraría de que hubiesen llevado los piratas la peor parte—dijo Van-Horn—. Así nos dejarían tranquilos para siempre.

—Pronto lo sabremos, viejo.

—¿Pensáis que volvamos al río, señor Stael?

—Sí, Horn. Estoy inquieto por nuestra chalupa.

—Pero nos dejaréis almorzar antes. Me siento flojo, y el estómago me pide algo más que frutas.

—El mío me pide unas chuletas—dijo Hans—. La caza no debe faltar en esta selva.

—Y la tenemos muy cerca—dijo el chino, que desde algunos minutos antes estaba observando las plantas acuáticas.

—¿Has visto algún animal?—le preguntó Cornelio, preparando el fusil.

—Mirad allí. ¿No veis moverse las plantas del río?

—Es verdad—dijo el joven—. ¿Habrá peces grandes en este arroyo?

—¿O cocodrilos?—exclamó Van-Horn.

—No—contestó el Capitán—. Allí tenemos un almuerzo espléndido, viejo mío.

Van-Stael no se equivocaba: a través de las plantas acuáticas se veía caminar por los bancos de arena unos animales raros, de forma redonda, un poco alargada, y provistos de patas cortas que parecían salir de una especie de escudo.

—¿Qué es eso?—preguntaron Cornelio y Hans.

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