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EMILIO SALGARI


—¿Y la chalupa?—preguntó Van-Horn.

—Volveremos a buscarla cuando podamos.

—¿Y la encontraremos entonces?

—Confiemos en que no hayan dado con ella los piratas. Si la descubrieran, sería para nosotros un verdadero desastre.

—Como que no podríamos salir de esta tierra ni llegar a Timor.

—Vamos, amigos, antes de que lleguen los piratas o sus adversarios.

Busquemos un arroyo para beber y frutas con que calmar el hambre.

Entraron en la selva y se pusieron en marcha, procurando dirigirse hacia el Oeste. La espesura era tal, que reinaba allí la oscuridad más completa. La luz de la luna, interceptada por los árboles, no podía romperla; pero bien pronto los ojos de los náufragos se acostumbraron a ella y pudieron avanzar con relativa rapidez, a pesar de las enormes raíces, las plantas trepadoras y las lianas que les cerraban el paso, obligándoles a dar largos rodeos.

Los gritos de los combatientes seguían oyéndose por el lado del río; pero a medida que los náufragos se alejaban en dirección contraria, se iban debilitando. A la media hora de marcha apenas se sentían, y poco después se apagaron por completo. ¿Habría terminado la lucha? No podían saberlo, pero su resultado les era indiferente, pues tan enemigos suyos eran los unos como los otros.

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